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Gestionando la policrisis

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España, con una inercia de crecimiento fuerte, un panorama energético menos peligroso y abundantes fondos europeos, no debería caer en recesión

Habrá que repensar cómo vamos a generar crecimiento y empleos de calidad en un entorno de menor liquidez y restricciones al endeudamiento.

Llevamos ya varios años en los que los factores económicos no son los únicos que determinan la evolución del crecimiento de la producción y el empleo. Pasó con la pandemia en 2020 y 2021, cuando resultaba más conveniente preguntar a un epidemiólogo que a un economista sobre como evolucionaría la economía. Y, en 2022, cuando parecía que la situación comenzaba a normalizarse – y que, por tanto, los modelos de predicción económica volverían a funcionar mejor – la invasión rusa de Ucrania nos devolvió a un clima de temor y altos precios de la energía y los alimentos que disparó la inflación y dejó claro que las decisiones de Putin podrían mandar a Europa a la recesión. 2023 no va a ser diferente. Seguirá con nosotros la incertidumbre y la economía mundial estará expuesta a lo que el historiador económico Adam Tooze ha bautizado como policrisis, una situación en la que la combinación de la guerra en Ucrania, los problemas energéticos y alimentarios, la competición geoestratégica entre Estados Unidos y China, la elevada inflación, los altos y crecientes tipos de interés, el dólar fuerte y la necesidad de acelerar la transición energética, dibujan un panorama en el que la incertidumbre y la volatilidad son crecientes, es mucho más difícil diseñar políticas económicas y la probabilidad de cometer errores que los mercados penalicen es elevada.

En este contexto, el FMI revisó en octubre a la baja sus previsiones de crecimiento para la economía mundial y situó a la inflación como el principal enemigo a batir, tanto por el riesgo de que se vuelva permanente como porque drena poder adquisitivo de los ciudadanos más vulnerables y puede alimentar la inestabilidad social y política. Pero todo parece indicar que reducirla será más difícil de lo previsto porque el exceso de demanda y el recalentamiento de la economía (sobre todo en Estados Unidos) es significativo y los elementos de oferta (subida de precios de energía y alimentos, reajuste de cadenas de suministro globales, desglobalización y cambios estructurales vinculados a la lucha contra el cambio climático) no van a desaparecer en 2023. Por lo tanto, los tipos de interés tendrán que seguir subiendo y permanecerán elevados un tiempo, seguramente más de lo que anticipan los mercados.

Eso implica que, como afirmaba el FMI, para la economía mundial, lo peor está todavía por venir. El efecto de los mayores costes de financiación tardará en llegar a la economía real y, durante ese retardo, el crecimiento caerá. Además, la situación geopolítica, lamentablemente, puede dar más sustos. Más allá de la guerra en Ucrania, que posiblemente se alargará y en la que se podría producir una escalada que implicara el uso de armas nucleares, China podría invadir Taiwán, se han intensificado las revueltas en Irán, continúa la guerra en Etiopia, la relación entre Arabia Saudí y Estados Unidos es la peor en décadas, Rusia seguirá intentando desestabilizar a la Unión Europea, en un país clave de la zona euro como Italia gobierna la ultra derecha, el Reino Unido ha atravesado una profunda crisis política y el Brexit está mostrando su cara más amarga y en muchos países emergentes y en desarrollo podría haber problemas de deuda derivados de la menor liquidez global y de la fortaleza del dólar.

En este contexto, Estados Unidos, seguramente logrará tener una recesión suave, o incluso evitarla, pero será difícil que la rápida desaceleración de China no continúe o que la zona euro se libre del crecimiento negativo. España, con una inercia de crecimiento fuerte, un panorama energético menos peligroso y abundantes fondos europeos, no debería caer en recesión. Y al contrario de lo que sucedió durante la pandemia, cuando la política fiscal y la monetaria remaron en la misma dirección para mantener la economía a flote durante los confinamientos, ahora el diseño de la política económica es mucho más complicado. La monetaria tiene que volverse restrictiva para frenar la inflación y la fiscal tiene que seguir apoyando a los grupos más desfavorecidos por la pérdida de poder adquisitivo generada por los altos precios, sobre todo en energía y alimentos. Pero hacerlo no es fácil. Muchas medidas de gasto corren el riesgo de volverse estructurales y alimentar déficits públicos que pueden generar inquietud en los mercados de deuda. Y, aunque parece que en 2023 ni los bancos ni la estabilidad financiera en la zona euro deberían dar demasiados quebraderos de cabeza, habrá que estar atentos a los problemas de los actores no bancarios del sistema financiero, que se han apalancado muchísimo y han hecho una mala evaluación del riesgo tras años de mucha liquidez. Por último, y de forma más estructural, habrá que repensar cómo vamos a generar crecimiento y empleos de calidad en un entorno de menor liquidez y restricciones al endeudamiento por la vuelta de los “vigilantes de mercado”. Tal vez las inversiones para la transformación verde (y también para la digitalización) puedan ser las nuevas fuentes de crecimiento de la mano de una nueva política industrial a la que Estados Unidos, China y la Unión Europea están destinando ingentes recursos.

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Resumen

España debe hacer lo propio y cultivar más su pensamiento estratégico. La elevada inflación, la crisis energética o la dificultad de acceder a ciertas materias primas son problemas graves que debemos solventar cuanto antes. Pero su actualidad no puede servirnos de excusa para ignorar otros desafíos estructurales a los que se enfrentará nuestro país en esta década, ya que de nuestra capacidad para resolverlos dependerá el bienestar de las generaciones presentes y futuras.

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