Hace unos días me invitaron a dar una sesión sobre sostenibilidad a un grupo de estudiantes de la Universidad de Navarra. El objetivo era explicar qué oportunidades profesionales están surgiendo en torno a este campo y cómo los perfiles ligados a la transformación sostenible están ganando peso en todo tipo de organizaciones.
Al preparar esa charla, me pareció especialmente interesante echar la vista atrás para valorar cómo lo que hace apenas 20 años parecía una utopía —inviable, marginal, incluso naíf— hoy se ha incorporado a la vida ordinaria. Y no solo eso: ha abierto grandes oportunidades de crecimiento y de reposicionamiento para muchas empresas, incluso en sectores considerados tradicionalmente como maduros.
Hace dos décadas, la sostenibilidad era vista por muchos como un lujo, un gesto cosmético o una aspiración lejana; lo ambiental sonaba a restricción, lo social a filantropía y la gobernanza a burocracia. Muchas anécdotas y frases que me resuenan en la cabeza como “antes veremos un cerdo volando que un coche eléctrico”, “los productos ecológicos son los menos ecológicos porque los tiramos todos, nadie los compra… etc”. En definitiva: las empresas que hablaban de sostenibilidad eran admiradas, sí, pero también recibían miradas escépticas: “eso está muy bien, pero no es el negocio”.
Esa frase hoy ha perdido todo sentido. La sostenibilidad es el negocio. Y está presente en objetos, servicios y decisiones que usamos a diario; ya no es una promesa, es una realidad que se puede ver, usar y tocar. Lo que ayer era utopía, hoy lo puedes tocar: 20 años de sostenibilidad hecha realidad.
Hemos cruzado un umbral silencioso pero profundo: el de lo tangible; lo que ayer parecía imposible, hoy cabe en una aplicación, una etiqueta o una batería solar en el tejado. En el sector energético, por ejemplo, la sostenibilidad ya no depende solo de grandes infraestructuras; las placas solares en tejados residenciales, los contadores inteligentes que informan del consumo en tiempo real, las baterías domésticas, las apps que muestran tu ahorro energético o las comunidades energéticas gestionadas por vecinos permiten una gestión descentralizada que hace apenas unos años era impensable.
La movilidad también ha vivido una revolución; los vehículos eléctricos forman parte del paisaje urbano, los puntos de recarga se encuentran en supermercados o parkings públicos, los servicios de coche compartido incluyen ya el cálculo de la huella de carbono, los carriles bici están integrados en la planificación urbana y los materiales reciclados forman parte del diseño interior de los automóviles. El cambio no es solo tecnológico, es cultural: moverse sin contaminar ya no es una rareza, es una preferencia.
En la alimentación, la trazabilidad y el impacto se han convertido en parte del valor del producto; las etiquetas que informan sobre huella hídrica y emisiones, las hamburguesas vegetales con sabor y textura idénticos a la carne, los envases biodegradables o comestibles, la agricultura urbana y los supermercados sin plásticos muestran cómo la sostenibilidad puede reinventar cada eslabón de la cadena alimentaria.
También en la vivienda y la construcción la transformación es evidente; viviendas con certificaciones energéticas como LEED o BREEAM, materiales reciclados, pinturas sin tóxicos, sensores de calidad del aire, tejados verdes o edificios de balance energético positivo son ejemplos de que la eficiencia ya no es una aspiración, sino una decisión racional y rentable.
En el ámbito financiero, los cambios son igual de profundos; los bonos verdes y los préstamos ligados a indicadores sostenibles, las apps que muestran tu huella de carbono por transacción, los fondos de inversión ESG, los informes de sostenibilidad publicados junto a los financieros o las primas de seguros más bajas para viviendas eficientes indican que la sostenibilidad ya no se percibe como una exigencia ética, sino como una palanca de rentabilidad.
En la moda, el foco está en la trazabilidad y los materiales; prendas con etiquetas que explican su impacto ambiental, ropa hecha con botellas recicladas o fibras biodegradables, plataformas para alquilar o revender ropa, cadenas de suministro abiertas al consumidor y tejidos cultivados en laboratorio muestran que el vestir consciente no solo es posible, sino deseable.
En el ámbito tecnológico, la sostenibilidad no limita la innovación: la inspira; smartphones modulares y reparables, centros de datos alimentados al 100% con energía renovable, apps para medir hábitos sostenibles, electrodomésticos de alta eficiencia energética o códigos QR que informan del ciclo de vida de un producto nos demuestran que la tecnología puede estar al servicio de un futuro mejor.
Y en el sector público, las ciudades están asumiendo un papel protagonista; papeleras inteligentes que optimizan la recogida, autobuses eléctricos, paneles de calidad del aire en tiempo real, presupuestos participativos con enfoque climático o urbanismo táctico son signos de un cambio que ya está en marcha desde lo institucional.
Lo más interesante de esta transformación es que no ha sido impuesta, sino asumida; ha nacido de la regulación, sí, pero también de la presión social, la demanda del talento, la innovación tecnológica y, sobre todo, de la apuesta empresarial. Lo que antes era visto como un coste, hoy es inversión; lo que parecía inalcanzable, hoy cabe en una decisión de compra, en un botón de app o en un recibo de luz.
Y si esto es lo que hemos logrado en solo veinte años… ¿qué viviremos en los próximos veinte?